Érase una vez un rey orgulloso que vivía con sus tres hermosas hijas. Un día les preguntó cuánto lo amaban. La hija mayor respondió:
—Te amo más que al oro y la plata.
La segunda hija respondió:
—Te amo más que a los diamantes, rubíes y perlas.
La hija menor respondió:
—Te amo más que a la sal.
El rey se enojó con su hija menor por comparar su amor con una especia común, y la desterró de su reino.
Una anciana cocinera de la corte, lo había escuchado todo y acogió a la princesa, enseñándole a cocinar y cuidar de su humilde cabaña. La joven era una buena trabajadora y nunca se quejó. Aun así, cada vez que pensaba en su padre, le dolía el corazón por haber malinterpretado su amor.
Muchos años después, el rey convocó a los más nobles y ricos a un banquete en celebración de su cumpleaños. Cuando la hija menor del rey se enteró de la noticia, le pidió a la anciana cocinera que le permitiera cocinar para el rey y los invitados.
El día de la majestuosa fiesta, se sirvió un exquisito plato tras el otro hasta que no quedó espacio en la mesa. Todo estaba preparado a la perfección, y todos los asistentes elogiaron a la cocinera. El rey esperaba ansioso su plato favorito, el cual lucía delicioso, pero al probarlo se llenó de ira:
—Este plato no tiene sal — dijo—, tráiganme a la cocinera.
Entonces la hija menor se presentó ante su padre que sin reconocerla le preguntó:
—¿Cómo puedes olvidar ponerle sal a mi platillo favorito?
La joven princesa le respondió serenamente:
—Un día desterraste a tu hija menor por comparar el amor con la sal. Sin embargo, tu cariño le daba sabor a su vida, así como la sal le da sabor a tu plato. Al escuchar estas palabras, el rey reconoció a su hija.
Avergonzado, le suplicó que lo perdonara y aceptara regresar al palacio. Nunca más volvió a dudar del amor de su hija.
Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
Regresar